Capítulo 2
Nel, sentado en el trono de piedra Haythekes, observaba a los hermanos israelitas con inquietud y preocupación.
Los dos le devolvían la mirada a su vez y el mayor de los hermanos, profeta de su clan, se rascó la barba marrón y gris con cierto desasosiego.
—No te falta razón, Nel —dijo Aarón, poniendo por fin un poco de cordura a la situación—. Si seguimos con esta lucha, no podremos sobrevivir.
—¿Acaso habéis lanzado la razón al río? —preguntó Moisés mirando a su hermano con incredulidad—. Hemos ganado la más importante de las batallas. ¡No podemos rendirnos en estos momentos!
A pesar de ser el líder de su túath, el menor de los israelitas era testarudo y le costaba ver las cosas con perspectiva, por eso había alzado la voz, un tanto desesperado por convencerlos en este asunto.
Pero en opinión de Nel, no había más que tratar.
—Amigo, hemos vencido pero a costa de perder a muchos de nuestros guerreros —informó con cierta aprensión—. No voy a permitir que mi clan se muera en el desierto.
Nunca le había hablado así, pero la situación requería medidas drásticas.
—¿En verdad crees que yo no lucharía si hubiera posibilidades de ganar? —añadió, intentando hacerlo entrar en razón—. No me uní a ti para perder esta causa. Pero una retirada a tiempo es una guerra ganada.
Nel percibió su enfado antes de que este lo verbalizara, y Moisés no se contuvo.
—Te olvidas de que tu pueblo está cansado de ser errante y desea permanecer en un mismo territorio. En el suyo, a ser posible.
Le debía a Moisés la vida de su hijo Glas, y aunque ese discurso no había sido dicho con mala intención, sus palabras lo hirieron.
Apretó los dientes para no contestar mal.
Sí, era cierto. El faraón había echado a Nel y a su túath de su tierra, despojándolos de todo de manera injusta y obligándolos a vagar agotados por el desierto.
Pero su amigo solo quería convencerlo por medio de la persuasión y la emoción.
—No es momento para reproches —interrumpió Aarón, como voz de la razón que sosegaba a su hermano—. Debemos ser prácticos. Y yo tampoco voy a permitir que arriesgues las vidas de nuestra gente en una guerra que solo nos conduce a la destrucción.
—¡Pero, hermano! —protestó el líder israelita.
—No, Moisés —lo frenó de nuevo el profeta—. Apela a tu sabiduría para comprobar lo que te decimos.
Aarón hizo una pausa antes de continuar para frotarse esa rodilla que nunca le había curado del todo.
—Acepta el consejo de tu amigo con gratitud —agarró a su hermano del brazo—. Precisamente porque su túath fue asaltada y abocada a caminar durante eras por el desierto, sabe de lo que habla. ¿En verdad quieres ver a los tuyos dejando tan solo sangre y ceniza en la arena?
Se produjo un tenso silencio.
Nel no osó decir nada.
Cuando estaban frente a una disyuntiva, Moisés siempre necesitaba tiempo para reflexionar.
El líder israelita frunció el ceño, pensativo, y se mesó la barba con un gesto muy parecido al de su hermano.
Tras unos instantes, se movió hacia delante y observó a Nel con un brillo especial en su mirada.
—¿Y si tomamos sus barcos?
Ambos, hermano y amigo, lo miraron con expectación, como si no lo hubieran comprendido sus palabras.
—¿Qué? —preguntó él con sorpresa. ¿Había escuchado bien? ¿Qué se le había ocurrido al guerrero israelita?
—Tú mismo me lo has dicho —explicó Moisés—. Vagar por el desierto es una solución, sí, pero es seco, árido y sin agua, nos puede llevar estaciones y estaciones encontrar un lugar próspero.
Nel tragó saliva y se frotó el cabello con frustración.
—¿Pretendes que le robemos los barcos al faraón? —inquirió, todavía atónito.
Aparte de ser arriesgado, ¡era una locura!
—Vale la pena intentarlo —el líder israelita levantó una ceja—. ¿O prefieres seguir vagando por la arena sabiendo que tu enemigo está tras tus pisadas con un ejército mayor?
No pudo evitar que la idea lo pusiera nervioso. Su gente no era navegante, siempre les había gustado construir aldeas.
¿Serían capaces de alzar las velas y cruzar el agua azul?
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