Capítulo 4
Seguía sin saber qué decisión tomar.
La idea de Moisés de robar las naves al faraón le parecía un tanto alocada.
Nel no sabía navegar, ni nadie de su pueblo controlaba este arte.
¿Qué hacer? ¿Partir hacia territorios lejanos? ¿Otra vez?
Durante la mayor parte de su vida, Nel y su familia habían sido nómadas, intentando recuperar aquello que les pertenecía sin éxito. No habían conocido tiempos de paz. Que sus descendientes tuvieran la oportunidad de prosperar era algo que ansiaba con todas sus fuerzas.
¿Tanto pedía a los dioses? ¿Era tan exigente?
En la penumbra de su tienda, Nel resopló y se frotó la frente con pesar.
Encima de su mesa, la luz de la vela parpadeó. El ambiente cargante del desierto ocupaba la noche con pesado calor, y por tanto no había ninguna corriente, ni siquiera un aliento de aire. ¿Qué había causado ese pestañeo?
Con la mano, acarició la llama entre sus dedos, jugando, con cuidado de no quemarse.
Y entonces, un destello ocupó la estancia y lo empujó con tal fuerza que lo derribó. Era un resplandor cegador, y Nel tuvo que entrecerrar los ojos para poder distinguir qué era.
Ante él apareció un guerrero de gran altura, espalda ancha y melena dorada como el sol. Tenía un ojo cubierto, y sobre su hombro derecho se posaba un ave de negro plumaje y mirada como el carbón, que no había conocido jamás.
—Levántate, Nel —dijo el desconocido para su desconcierto, llamándolo por su nombre—. Recibe a tu Dios como se debe.
Palideció. Nel, discípulo ilustre, se quedó sin habla y estudió esa visión con detalle.
Conocía la historia de sus antepasados como nadie, y a través del aspecto altivo del guerrero, de la vestidura, de los gestos, se dio cuenta de quién se alzaba ante él.
Esa suntuosidad, su porte, el ojo derecho oculto, el pájaro magnífico, la espada de bronce y plata que colgaba de su cintura, con el símbolo celta de las deidades en espiral y esa aura poderosa que lo rodeaba, delataban a Dagda, el Dios Padre de todas las cosas y que controlaba el arte de los animales salvajes.
Maravillado, se postró de rodillas con obediencia.
La deidad, con sumo cuidado, como si temiese hacerle daño, colocó una mano enorme sobre su cabeza y algo ocurrió.
Ante Nel apareció la imagen de un inmenso mar cristalino y azul claro, que se unía al mismo cielo y se extendía hermoso bajo sus pies. Iba en una bella nave, atravesando las olas, cruzando el océano infinito, y nada más existía en ese sueño que él y ese vacío lleno de agua y sal.
Inconsciente, extendió el brazo ansiando tocarlo, deseando alcanzarlo, comprobar si era verdad; pero el viento azotó su brazo, sus ropas, su melena, su rostro, y así como vino, la imagen desapareció y un golpe lo trajo de nuevo a la tienda, devolviéndolo a la realidad.
Dagda retiró la mano de su cabeza y lo miró con unos ojos del color del mar que había visto. Pero su azul era incluso más intenso.
—Te he mostrado tu destino, Nel, tu porvenir.
Confundido, observó al Dios. Le costaba respirar y tomó aire con dificultad. El sudor resbalaba por su frente y se pasó el brazo para evitar que las gotas cayeran sobre sus ojos abiertos de par en par.
—Los originarios estamos tristes —continuó el Creador—, porque nuestros hijos luchan como enemigos destruyendo la tierra que se les ha dado.
Él tragó saliva y permaneció expectante, sin atreverse a interrumpir.
Al comprobar que le prestaba atención, El Hacedor reanudó su explicación.
—Demasiada sangre y ceniza sobre la arena como para no hacer nada. —La deidad se detuvo para que él sopesara sus palabras, antes de proseguir—. Por eso, hemos tomado una decisión.
—¿Cuál, Padre? —preguntó, intrigado.
Dagda se encogió un poco para animarlo a levantarse.
—Siempre habéis anhelado conquistar nuevos territorios de más allá del sol, conocer el lugar donde residimos y asentaros cerca de nosotros. ¡Pero no era vuestro cometido! —le reprochó como si esos actos hubieran sido un sacrilegio por parte de los descendientes—…Hasta ahora.
Nel al fin levantó la cabeza y lo miró de soslayo, preocupado.
El Creador entonces le devolvió el gesto con solemnidad.
—La lucha del faraón es injusta y debe detenerse. Tu pueblo ha sufrido demasiado y, por tanto, merece una justa recompensa.
Un escalofrío le recorrió la espalda y se mostró emocionado.
No había mayor orgullo para un descendiente que ser digno merecedor del elogio de sus deidades, y esas palabras significaban que había hecho las cosas bien. Pero se contuvo y escuchó con cuidado.
El Gran Padre levantó un dedo hacia él.
—Los dioses estamos cansados del odio y el rencor que existe entre nuestros hijos. Debe haber recompensa para el honor. Debe haber justicia para el virtuoso. Aquellos que nos han defraudado no conocerán la paz jamás. Pero tú —lo señaló— has demostrado que un padre todavía puede estar orgulloso de alguno de sus vástagos.
¿Qué le tendría preparado? ¿Cuál sería su sino? Le iba a pedir algo, lo presentía con toda su alma y prestó atención.
Dagda lo agarró del hombro y le dio un ligero apretón de confianza.
—Por haber luchado con valentía, incluso en causas ajenas, tu clan ha sido el elegido, junto con otros merecedores también de tal distinción, a que crucéis el ancho mar hasta la Tierra Hija.
Nel estaba tan conmovido que no supo qué responder ante semejante distinción. El guerrero glorioso hizo una pausa para estudiar su reacción.
—Es un lugar hermoso —le dijo—. De verdes prados y dulce miel, de clima agradable, y no hay serpientes. Además está cerca del hogar de la Eríu. Allí, tu pueblo prosperará y se convertirá en leyenda.
—No puede haber mejor presente para mi túath, Gran Dios —reconoció, sobrecogido.
—Toma los barcos del faraón sin miedo, Nel, y viaja a través del mar.
Esta vez abrió la boca, sorprendido con sus palabras y lo observó con verdadero pasmo. ¿Había comprendido bien? ¿Debía aceptar la idea de Moisés?
—¿Qué tierra será esa, pathair, cómo sabremos llegar? —osó averiguar, con duda.
—Cuando estéis en ella, la reconoceréis —aseguró.
—¿Aarón y Moisés? —no pudo evitar preguntar.
—Para ellos hay marcado otro camino y en otra tierra prometida, donde salvarán a su tribu. Allí fundarán su religión.
Nel asintió, y el Dios volvió a colocar una mano sobre su hombro.
—Pero para el privilegio que te otorgo, hay una condición —advirtió.
Frunció el ceño, inquieto.
—¿Cuál?
Dagda lo miró fijamente, con ese azul resplandeciente que tanto lo cegaba.
—Debes prometerme que una vez allí, todas las tribus seréis una, en una sola familia, en una sola túath, y que no os pelearéis entre vosotros jamás. «Los gaedhil, solo serán dueños de su destino, cuando se unan en un mismo clan». Ese debe ser el juramento de vida, y las promesas de sangre…
—…con sangre se pagan —terminó el proverbio.
—Y jamás se romperán, o con sangre se pagarán —añadió el Dios.
Entonces, el Creador se separó un poco, desenfundó su espada con brío y la clavó en el suelo, frente a él.
—A partir de este momento, yo ordeno que tu pueblo cruce el océano y llegue a esta nueva tierra. Allí se construirá un reino que liderará tu hijo y los hijos de este, y que llevará por nombre el de…