
Capítulo 2: La celda
Syn se quedó a solas con su torturador.
Estaban a oscuras y la muchacha no era capaz de distinguir nada en aquella penumbra.
El tipo rio y aquel sonido espeluznante retumbó en las paredes que les rodeaban.
Se burlaba de ella, de su sufrimiento y una sacudida le atenazó el espíritu al pensar en lo que vendría a continuación.
—¿Crees que tu silencio te ayudará, idiota? —dijo él, y su aliento, con olor a dentífrico sabor menta, chocó contra las orejas de Syn—. Será mejor que me digas quién eres y por qué conoces el mundo de Heimdall.
Su voz era elegante, pero el sonido no ocultaba el mensaje terrorífico de sus palabras.
—¿Pusiste o no la bomba en aquel maldito tren?
Syn no respondió. Lo había intentado antes y la verdad no había resultado beneficiosa para su integridad.
Trató de darse la vuelta, pero no logró evitar el puñetazo que su torturador le propinó en la mejilla.
Aún dolorida por la explosión del tren, sintió el golpe como un martillazo y cayó al suelo medio inconsciente.
Un pitido agudo nació en su sien y se arrastró por la superficie como el gusano aplastado que debía ser en ese instante, como si buscase un lugar en el que guarecerse.
Fue inútil. No había donde ponerse a salvo. Todo era piedra lisa en aquella maldita prisión.
El torturador se acercó otra vez y Syn percibió de nuevo la pasta de dientes con sabor a menta en su aliento.
—¿Quién te acompañaba? —exigió saber su verdugo que, cómodo con su desfallecimiento y aflicción, le propinó una coz en el costado—. ¿Fue un plan de los thralls?
Syn desconocía de qué le hablaba y permaneció callada.
—Terminarás por contármelo —señaló él, seguro de su amenaza—. Y lamentarás haber matado a esa gente.
Su torturador levantó el pie y hundió la punta de su zapato en el estómago de la chica, para así rematar la faena.
Syn se dobló y por un momento, creyó que se partiría en dos por culpa del dolor. El sabor metálico que advirtió en su boca la instó a escupir sangre.
Arañó el piso con desesperación y se deslizó hacia una esquina de la celda. Allí se hizo un ovillo y esperó a que aquel tipo se alejara y la dejara sola.
Tras unos segundos eternos, escuchó su andar inequívoco, el cerrojo que la aprisionaba, su marcha.
Y entonces se dejó caer, abatida, mientras rezaba una plegaria a los dioses de Asgard para que se llevaran su alma.
Poco tiempo después…
Cuatro paredes, un agujero que hacía de retrete, una pequeña ventana.
Suelo de piedra, un vidrio roto y un camastro sin ropa de cama.
Había pensado en quitarse la vida. Incluso lo intentó, pero en cuanto ponía la punta del cristal en su muñeca, se sentía desfallecer.
Gimoteó con desánimo en medio de la oscuridad. La noche lúgubre había abierto las puertas del abismo para traerle al demonio que terminaría con ella.
Unos pasos resonaron en el exterior. No eran los de su verdugo; las zancadas de este las conocía a la perfección, así que tembló mientras aguardaba la llegada de aquel nuevo huésped.
La puerta se abrió y la claridad del pasillo inundó la estancia, cegándola.
Reconoció la figura imponente que se dibujó en el umbral, la sombra que se aproximó a ella y se agachó a su lado. A pesar de la poca luz existente en ese agujero, sus ojos verdes relucieron con curiosidad cuando se posaron en ella y el sabor a vainilla impregnó el paladar de Syn, así como el resto de sus sentidos.
Se revolvió para esconder su rostro. No deseaba que él la viera humillada y hundida.
—Te traigo agua —indicó su secuestrador y dejó una botella cerca—. La poca que me han permitido.
La mirada esmeralda se extendió sobre su cuerpo tendido y Syn, por el rabillo del ojo, espió también el atractivo rostro de su captor.
—Diles lo que buscan —susurró él—. Así te dejarán en paz.
Ella estuvo a punto de reír sin ganas. Era irónico y macabro que la acusaran de cometer el atentado que había acabado con la vida de sus padres y de su hermano.
¿Cómo explicarle que no tenía esa respuesta? ¡Si hasta él, que había estado allí, la consideraba culpable! ¿Cómo podía defenderse?
Syn solo quería largarse de aquel infierno de frío y piedra.
Se mantuvo en silencio, soportando su presencia con rabia y a la espera de que se marchase.
Pero él alzó el brazo, extendió la mano hacia ella y le apartó el pelo de la cara. Luego, atrapó un mechón de su cabello y lo acarició entre sus dedos con extrema delicadeza.
Un estremecimiento ascendió por la espalda de Syn, que permanecía quieta y ni siquiera se atrevía a respirar.
Aquel gesto le resultó agradable y se odió a sí misma por apreciarlo de esa manera.
Sopesó atravesar la garganta de aquel tipo con el cristal, pero aquella imagen le revolvió las entrañas.
—Cuéntales lo que pasó —insistió él en un murmullo apenas perceptible; luego se levantó con sigilo para salir.
Syn apretó el cristal roto en un puño y se aguantó las ganas de llorar. Cuando el delicioso gusto a vainilla desapareció por completo de su boca, de su celda, dejó que las lágrimas descendieran, libres, por sus mejillas.
Tiempo después…
Esta vez no se sobresaltó cuando la llave giró y el portón se abrió.
La extraña silueta entró de forma modesta, delicada y se acuclilló con docilidad junto a ella.
Unas manos desconocidas la recorrieron y tocaron sus extremidades y su estómago.
Tras un gemido de angustia, Syn, magullada y sin ánimo, se dejó hacer.
—Animales… —Escuchó que decía ella—. ¿Cómo han podido hacerte esto? ¿Cómo pueden creer que una muchacha como tú ha matado a esa gente?
El tono de la voz y el significado de sus palabras fueron Edda poética para sus oídos. El alma de Syn se encogió de pura emoción.
La joven doctora —o eso dedujo por el examen exhaustivo que acababa de realizarle—, sostuvo su rostro para inspeccionar las heridas.
—¡¿Pero qué te has hecho?! —exclamó la desconocida con un grito—. ¡Te has rapado el pelo!
A pesar del dolor, Syn sonrió. Le costó tragar y entreabrir los labios.
—No quería que lo volviera a tocar —masculló.
—¿Quién? —inquirió la mujer.
—El de los ojos verdes con sabor a helado —murmuró—. El que me trajo a esta maldita celda.
La visitante se quedó callada durante un rato.
—Te refieres a Markku.
¿Ese era su nombre? No le importó. Por ella como si se llamaba Modgud o incluso Níðhöggr, pues bien podía ser ese lugar el infierno y él uno de sus guardianes.
La doctora acarició el cabello mal cortado de Syn. Luego agarró sus muñecas: primero la izquierda y después la derecha. De esta última mano, sacó el punzante cristal.
—Te rapaste y de paso te cortaste los dedos y la cabeza —señaló con un chasquido de disgusto y arrojó el trozo de vidrio lejos de ella.
Syn se encontraba sin fuerzas, así que cerró los ojos para desplomarse y descansar un poco; pero la nueva visitante la tomó de los hombros y la zarandeó.
—¡Escúchame!
Syn lo hizo pese a que la orden le llegó difusa, como si estuviera a gran distancia. La mujer la sacudió de nuevo, con ganas.
—¡Despierta!
Abrir los párpados le supuso un esfuerzo titánico, pero cuando logró fijarse en ella, un olor a frambuesa inundó su nariz de forma cálida y agradable.
Apenas tendría unos años más que Syn. Su pelo era del mismo color que el rojo eléctrico de las señales de tráfico de la ciudad de Tuskai. Esa chica evocó en su paladar el sabor a la tarta de queso con fresas que su padre preparaba los domingos en casa para desayunar y, al recordar ese momento con su familia, quiso echarse a llorar.
—Están organizando un juicio contra ti —le advirtió.
¿Por qué, si ella no había hecho nada malo? Synn comenzó a temblar de miedo y lanzó un gemido de horror.
—Por favor, sácame de aquí —suplicó—. Yo no fui la que puso la bomba en ese tren.
—Ojalá pudiera, pero no lograríamos ni cruzar la puerta —admitió la pelirroja mientras fruncía el ceño en un gesto de complicidad y lástima—. Por eso debes hacer lo que te diga.
En esta ocasión, Syn sí puso toda su atención en ella, y los ojos dorados de la otra relucieron al comprobar la silenciosa respuesta.
—Pase lo que pase, durante el proceso, no admitas, bajo ninguna circunstancia, que cometiste el atentado, ¿de acuerdo? —Hizo una pausa—. O te matarán.
Syn comenzó a respirar con dificultad. Se había imaginado que algo así sucedería tarde o temprano, pero que alguien se lo confirmara fue como estamparse de lleno contra la realidad.
Apretó los dientes y estuvo a punto de ahogarse.
—No lo olvides —repitió la joven de cabello caoba, antes de levantarse y dirigirse hacia la salida. En la puerta, se giró en el último segundo hacia ella—: prepárate, pronto vendrán a por ti.