
Capítulo 1, parte primera
La sangre de los guerreros que habían perecido bajo la hoja de la espada eran regueros de líneas púrpuras y manchas oscuras que impregnaban su cabello y su piel.
Con la respiración entrecortada y el arma todavía alzada, Nel observó el campo árido y desértico que se extendía ante él, lleno de cadáveres.
El panorama era desolador. La tierra roja estaba bañada por ríos de sangre y dolor.
El humo de las hogueras levantaba un olor putrefacto que llenaba sus pulmones, casi impidiéndole respirar.
Cuando en el pasado Nel había conocido la historia de sufrimiento de los hermanos israelitas, conmovido había repartido con ellos todo lo que tenía. Pero jamás creyó que ese apoyo se volvería en su contra y terminaría convirtiéndose también en una desgracia para su propia tuáth.
La ayuda que aportó a Aarón y Moisés en su momento fue considerada una traición por el faraón, y, desde entonces, su clan también fue perseguido por el mismo enemigo.
Tosió mientras intentaba avanzar a trompicones entre los despojos de muertos, sangre y ceniza.
Sí, el faraón había ganado una tierra a punta de espada y engaños. Una forma sobre la que ningún guerrero digno debería reconstruir su reino.
Pero el líder egipcio no tenía ningún respeto ni honor y había sumido a su gente en el dolor. Si los dioses estuvieran viendo ese horror, llorarían, y su tristeza traería otra nueva tormenta que arrasaría con todo.
Inspiró con fuerza y escupió en el suelo. El aire estaba lleno de restos que se le metían por la nariz hasta la boca. Intentó no pisar los cadáveres, pues para él todo guerrero se merecía un respeto, fuera del pueblo que fuera.
Guardó su espada en la cintura y retomó el paso mientras lanzaba una plegaria a los dioses. Sintió que alguien se acercaba, siguiendo sus pasos.
—¡Athair! —padre, escuchó que le llamaba su hijo en la antigua lengua.
Se giró. Glas y Aarón caminaban hacia él, también sorteando a los difuntos.
Cuando llegaron, Nel abrazó a su primogénito, aliviado y feliz de que hubiera sobrevivido a aquella masacre.
Estaba orgulloso de su hijo Glas. Todavía era joven, pero se estaba convirtiendo en un gran hombre y líder. Su valor lo haría ser en el futuro un gran guerrero para su pueblo. Estaba convencido.
Glas contempló el desolado paisaje y luego se volvió hacia él.
—¿Crees que tras perder esta batalla se retirarán, athair? —preguntó.
Nel entendía las dudas de su joven hijo, así como esa ingenuidad que le hacía pensar que tras esa gran derrota el faraón se rendiría y los dejaría en paz.
Pero las cosas eran muy distintas.
—No —refutó—, regresarán, y con más gente.
—¡Nel! —oyó que lo volvían a llamar.
Y los tres se giraron para ver llegar a Moisés, hermano de Aarón y líder de su casa. Venía dando grandes zancadas, como si a pesar de la dura batalla, no estuviera agotado y todavía pudiera pelear sin descanso.
Moisés levantó los brazos hacia la llanura.
—He reunido a todo nuestro pueblo junto a la orilla —gritó su amigo mientras seguía corriendo hacia ellos.
—Está bien —contestó él, más tranquilo.
Y mientras trataba de alcanzarlos, Nel retomó el paso. Siempre revisaba la zona tras una batalla para comprobar cuántas bajas habían tenido en sus filas.
Lo siguieron los tres, detrás, a unos pasos de distancia, hablando entre ellos. Todavía flotaba en el aire un polvillo de arena que se había levantado durante la contienda, y se cubrió la nariz con el brazo.
Cuanto más avanzaba, mayor era su preocupación. A pesar de haberle ganado al faraón en esta ocasión, su hueste había sido mermada y habían muerto muchos de los suyos. Iban a necesitar su tiempo para poder recuperarse. Maldijo en voz baja.
Y, entonces, algo llamó su atención.
Junto a sus pies, tumbado en el suelo, desparramado sobre algunos de los cadáveres, había un cuerpo alargado, de piel escamosa y color verde oscuro, pringoso.
Cuando se dio cuenta de lo que era, retrocedió un poco. La serpiente del faraón.
Este animal era la mascota fetiche del líder egipcio y su enemigo sentía una gran devoción por la asquerosa bestia. Algo inexplicable que escapaba a su comprensión, pues esos seres eran muy odiados por sus dioses y presagiaban mal augurio.
Se arrimó de nuevo, con cautela. Yacía inmóvil, llena de barro y parecía muerta.
Los hermanos israelitas y su hijo se acercaron corriendo.
—¿Es lo que creo? —señaló Aarón.
Nel asintió con la cabeza.
Glas, con cara de sorpresa, se acuclilló junto al animal para observarlo bien y, con una mano, lo rozó con cuidado.
—Su piel es áspera —repuso, algo desconcertado—. Y dura.
No había ni terminado de hablar cuando de repente y para desconcierto de todos, la serpiente, con una agilidad sorprendente, levantó la cabeza, irguió su cuerpo y saltó.
—¡Glas! —gritó.
La culebra apretó el cuello de su hijo, estrangulándolo sin contemplación.
Sangre, ceniza y ganas de más
Leído, Maite. Una poderosa forma de comenzar una historia… ¡Aquí estoy, expectante!
Mucha suerte en tu nueva andadura, bella! Deseando leer la continuación! ?
Con ganas de más!!