Preámbulo. Tierras de Gaedheal.
El aire cargado traía la pestilencia de la muerte y la sangre.
El Rí Breogán, líder celta de la Gaedheal, escudriñó entre la bruma e intentó distinguir los cadáveres de su gente.
Fue en vano. La niebla blanca cubría sus piernas y se removió inquieto bajo la capa de piel de raposo para temperar su cuerpo.
Hacía frío, la calima húmeda se hundía hasta los huesos y le ahogaba el alma.
Tenía las manos y el rostro helados, manchados de sangre. La sentía correr por su frente, por su cuello. Levantó el brazo para limpiarse un poco y poder ver mejor.
Mientras retomaba el paso, el líder de Libredón y aliado de contiendas, se acercó a él.
— No creo que se rinda tan fácilmente —manifestó Tristán, mordaz.
Se refería al jefe de los Aliarici, y al que acababan de vencer en la batalla.
Breogán frunció el ceño con desánimo. Llevaba tanto tiempo luchando contra cada tuath o clan de esta tierra, que había vivido más de dos tercios de su edad en guerra.
Unos pasos se acercaron tras ellos. Tuvo que levantar la mirada para ver llegar a su amigo y mano derecha, Bieito. Breogán era alto, pero el druida le sacaba una cabeza.
— Nos dio su palabra —repuso su compañero cuando se reunió con ellos, con la seriedad que lo caracterizaba. El vaho salía por su boca al hablar. Esta maldita niebla auriense iba a acabar con ellos, si antes no lo hacía su contendiente.
— Cuando te has quedado sin armas, sin guerreros y sin comida para tu pueblo —alegó Tristán—, es fácil decir eso.
— No se atreverá a engañarnos. —De nuevo, el druida quería albergar alguna esperanza.
Breogán clavó la espada en el suelo y soltó un bufido.
— ¿Qué razón se necesita para traicionar? —cuestionó él en esta ocasión, con desconfianza—. Siempre hay que pensar lo peor de la gente, sobre todo de la que conoces. Así uno se evita muchas decepciones en la vida.
Y él lo sabía muy bien.
Se acuclilló y tomó un puñado de tierra que frotó entre sus manos. Giró la cabeza y trató de ver algo.
Cerca de ellos, sobre la maleza, identificó el cadáver de uno de los suyos.
Tuvo que apretar la mandíbula para no gritar. Esa guerrera se llamaba Mirra, había sido uno de sus mejores soldados y al igual que él, de las primeras nacidas en la nueva Gaedheal.
Cerró los ojos un instante y rezó una oración por ella a los Dioses de la Eríu.
Tanto dolor, tanta muerte, ¿para qué?.
Cuando los descendientes recibieron esta tierra, se comprometieron con las divinidades a mantener la paz y a convivir como gelfine, como la familia que eran. Pero ¿dónde había quedado esa promesa de las casas? ¡Qué fácil fue para ellos olvidarla!
Breogán creía en el juramento que sus antepasados hicieron a las deidades, luchaba cada día porque se cumpliera pero, ¿valía tanto la pena como para arriesgarse a morir por él?
La leve vibración que sintió bajo sus pies le hizo mirar al frente antes de enderezarse. Unos cascos de caballos se aproximaban.
— Ahí viene ese tramposo —señaló Tristán con un leve movimiento de cabeza en aquella dirección—. Estoy convencido que hará un último intento antes de resignarse.
Y escupió al suelo, cerca de su pie.
Los Aliarici llegaron y se detuvieron a unos pasos de distancia.
Su líder, Herve, conocido por su buen comer, tuvo que girarse y sujetarse con las dos manos al animal, para poder saltar y bajar sin dificultad.
— Quiero hablar con Breogán —dijo, mostrando de manera clara que no le interesaban los demás.
Algunos de sus guerreros se acercaron con las armas preparadas. A través de un leve gesto, Breogán les indicó que aguardaran.
— Pues habla —respondió Bieito interviniendo por él, con semblante amenazador—. A ver qué escupes por esa boca, Herve. Te recuerdo que cuando perdiste esta batalla, nos diste tu palabra de no volver a traicionar la confianza del Rí de la Gaedheal.
Su druida había puesto énfasis en la palabra rey y Breogán juraría que Herve rechinó los dientes con enfado.
— ¿Qué vas a decirle? ¿Vas a claudicar o estás seguro de que quieres volver a levantar tu espada en contra de él? —insistió Tristán, sarcástico —. ¿Qué respuesta le darás?
Lo vio dudar. Los labios de su contrincante se contrajeron en un gesto de clara impotencia y coraje, antes de encogerse de hombros con pesar.
Tras Herve, sus hijos también permanecían a la espera de la decisión de su padre. La más joven contemplaba el horizonte, absorta, como si entre la espesa bruma, los Dioses Padres fueran a mandarle una respuesta.
Pero no la había. Las deidades ya habían hecho bastante en el pasado. Los descendientes eran los únicos causantes de tanta desdicha y quienes debían solucionarlo. Y Breogán el desgraciado intermediario que luchaba por arreglarlo.
Entonces algo sucedió. Breogán así lo percibió. Notó el cambio en su semblante. Herve levantó las cejas y sus diminutos ojos se abrieron como dos pozos de profunda agonía. El disgusto se abrió paso sobre su congoja y la furia doblegó su voluntad y arrebato.
Su enemigo desenvainó el arma, la agarró con las dos manos y colérico, blandió la espada con todas sus fuerzas hacia él.
El Rí maldijo para sus adentros y en voz alta, antes de arrancar la suya del suelo y prepararse para recibirlo.
Continuará…
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