
Relatos de la Gaedheal, 2
PREÁMBULO
No veía nada, ni se oía nada, y Bieito no solía asustarse con facilidad.
Sujetando la antorcha y con la espada en la otra mano, en medio del bosque, el druida juraría que la calma que los rodeaba era un silencio particular y aterrador.
Había una sombra que se movía entre la penumbra, así se lo decía su instinto.
Escuchó el sonido casi imperceptible de unos pasos, el arrastrar de unas cadenas, el siseo moribundo de una respiración agonizante y se le pusieron los pelos de punta a pesar de no tener ninguno en la cabeza.
Avanzó con prudencia y sigilo. Buscó el susurro del aire, pero no lo encontró. La tensión que sentía escondida tras ese manto de serenidad, lo inquietó, le dio mala espina.
Xulián y Mera, los dos guerreros que lo habían acompañado en esta misión que el Rí les había encomendado, lo seguían a escasos pasos de distancia.
—Regresemos al castro Aranga —susurró Xulián detrás de él, que siempre había sido el más cauto de los tres—. Es la fiesta de Imbolc, deberíamos estar junto a los aldeanos cantando y brindando con hidromiel en honor a la diosa Brigit, y no aquí, en la maleza, en medio de la penumbra.
—El Rí nos pidió que viniéramos para encontrar respuestas —le recordó Mera, aunque su voz sonó temblorosa—, y los vecinos de la aldea nos dijeron que los gritos procedían de esta parte del bosque.
—Ocurrió hace unos días —añadió Xulián—, y no descubrieron a nadie.
—Porque no se atrevían a adentrarse en el monte —matizó la otra guerrera—, pero ya escuchaste lo que nos comentaron —, e hizo una pausa antes de bajar la voz y añadir—: Hablaban de ellas…
Hubo un ruido y Bieito se detuvo. Una rama se dobló y rozó contra algo, o contra alguien.
Alzó una mano y los obligó a detenerse y a callar.
Durante un instante, no percibieron ningún otro movimiento y aguardaron.
Hasta ellos llegó una brisa, suave, escurridiza, y un frío penetrante les erizó la piel y los hizo temblar.
Aquel frescor se adentró por su nariz y pareció congelarles las entrañas.
Las nubes decidieron apartarse y la luna hizo su aparición.
Enmudeció.
La muerte era clemente en comparación con aquellos seres que regresaban del abismo más profundo que la noche albergaba en su seno. De silueta deforme y atuendos incongruentes, las figuras iban ataviadas con capas blancas o grises hasta los pies. En sus escuálidas y esmirriadas manos, portaban candiles y armas que iban cambiando según el paso, haciendo un sonido extraño que navegaba entre el sufrimiento y el tormento.
Nunca había visto nada igual; tragó saliva ante la imagen espectral que se presentó ante ellos. Contó siete, nueve, hasta doce espíritus del abismo contra tres guerreros que deambulaban, torpes, por el bosque en mitad de la confusión.
—Dioses de la Eríu —rezó.
—¿Qué es eso, por las deidades de la isla sagrada? —exclamó Mera, asombrada.
Las sombras se dirigían hacia ellos, hacia el castro, y lo peor de la situación era que no había escapatoria.
—¡Volved! —gritó el druida. Puestos a morir, por lo menos que lo hicieran intentando salvar a la gente de Aranga.
Se giró y empezó a correr hacia la aldea. Los otros dos, lo siguieron, y desenfundaron las espadas.
Se escuchó el chillido de las sombras cuando los descubrieron en su fuga y Bieito apuró más el paso.
—¡Por Dagda! —imploró Mera cuando giró la cabeza para ver dónde se encontraban sus enemigas—. Que el dios padre nos proteja.
De repente, el castro, a pesar de estar ante a ellos, parecía quedar muy lejos. Y mientras corrían monte abajo, los tres guerreros se dieron cuenta de que tenían pocas posibilidades de salir ilesos de ese aprieto.
La calidez del aire desapareció y el frío atenazó sus cuerpos, agarrotó sus extremidades, y correr supuso un enorme esfuerzo.
—Por las tierras lejanas de los antepasados gaedhil —gimió, apoyando las manos en las rodillas para tomar aliento.
Pero su descanso fue un tremendo error. Una mano lo agarró del hombro, tiró de él hacia atrás y lo derribó contra el suelo.
Cuando su cuerpo chocó contra la tierra, gritó. Intentó incorporarse, girarse para arrastrarse por la maleza, pero una de aquellas espantosas figuras lo detuvo y se inclinó hacia él.
Escuchó un berrido de horror, alguien lo llamó, pero no respondió. Bieito solo podía fijarse en el espectro que tenía captada su atención, como si lo llamase, como si quisiera transmitirle un mensaje importante.
La visión de esa figura fue peor que lo que había llegado a distinguir antes en el bosque. La sombra no tenía rostro, pero la forma de la cara, deforme, contaba con tres concavidades por ojos y labios. Y, el de su boca, dibujó una avinagrada sonrisa en su semblante.
El druida no era alguien que se impresionaba con facilidad o retrocedía ante el peligro, pero, por primera vez en su vida, se quedó paralizado, mirando aquella aberración, cautivado por su crueldad.
Hubo un brillo peculiar en las cuencas del espectro, un resplandor, una llama que poco a poco creció en esas cavidades y apresó su pecho y su alma.
Conocía la gesha de las meigas, no le era extraña, pero aquella sensación de quemazón, de opresión y de ahogo no la había experimentado nunca.
Se arqueó, cerró los ojos y, con un grito agónico, por fin, reaccionó.
Buscó su espada, pues la antorcha se había apagado al caer entre la maleza. Los dioses de la Eríu quisieron que la encontrara rápido y, agarrando el arma por la empuñadura, levantó la hoja hacia su enemiga.
La suerte, el destino o ambos lograron que justo la punta del arma se clavara en una de las oquedades de la figura deforme.
Empujó fuerte y la sombra se estremeció, retorciéndose de dolor.
Como pudo, se levantó para rematarla, pero el espectro, en un giro atropellado, dio tumbos, caminó hacia atrás con el arma atravesando su cabeza, intentando quitársela a manotazos.
Si no hubiera sido una situación de peligro, hasta se habría reído del asunto; incluso esbozó una mueca socarrona con la que aguantó una carcajada. Pero la figura esperpéntica, lejos de caerse muerta, alcanzó la empuñadura y, con sus propias manos, sacó la hoja de su cráneo.
La imagen resultó repulsiva, pero Bieito admiró a su adversaria y se mantuvo expectante a la espera de conocer su siguiente movimiento.
Cuál fue su sorpresa cuando la figura se arqueó, se encogió como una hoja seca y, tras una sacudida, se deshizo en cenizas grises que flotaron y desaparecieron en el aire.
Se hizo un silencio sepulcral y miró a su alrededor.
No había ni rastro de Xulián ni de Mera, solo quedaban sus armas esparcidas sobre los arbustos y la aldea, al principio del bosque, aparecía ahora vacía y desolada.
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